Cayó la primera hoja y con ella la llegada de una nueva estación. Tiempo en que los árboles se desnudan y el cielo busca una nueva palestra de colores.

La frescura de la tarde es un andamio de todos los días. Los cafés en el ocaso una rutina casi supersticiosa. Por las tardes, se oyen crujir las hojas, se escuchan a los niños jugar y el silencio de varios lectores sentados en una de esas viejas banquetas de parque.

La hora otoñal, a mi gusto, es la que marca alrededor de las siete de la tarde, momento en que se respira una tranquilidad de frescor, el naranjo sobre abunda, y las bufandas de ocasión se estrenan.

Es una de las estaciones que más disfruto, después del verano. Es un periodo pausado de transición entre lo cálido a la llegada del frío. Entre las veraniegas playas y los abrigos de invierno. Entre el equinoccio y el solsticio. En algunos lugares se huele más a leña y a hierba fresca. En otros, a mar y ciudad. Lo cierto es que estés donde estés, otoño es un momento del año que te invita al arte, crear versos y contemplar paisajes.

Surge la nueva cocina, preparaciones y aromas. Comienza a ver más carbohidratos, estofados y conservas en las mesas. Un buen tinto y la infaltable cazuela. Frutos secos, guisos y carnes. Frutas y verduras de temporada, elaboraciones de trigo, cereales y legumbres. Sopaipillas recién salidas para esos días de lluvia, pan amasado y platillos del mar. Y por supuesto, los queques y los kuchen horneados de la abuela, a eso de la hora del té.

Las familias se anidan en el abrigo de sus casas, alrededor de la estufa o chimenea, donde cuentan risas, anécdotas y una que otra historia. Se juntan reiteradamente los amigos, después de algunas semanas en ausencia por vacaciones. Al mismo tiempo, dicen que es la estación del romanticismo: nacen los poetas, los enamoradizos y los cálidos abrazos. Los largos paseos sobre las hojas, las miradas reflexivas en el horizonte y las estrofas en guitarra.

Se tejen, además, muchas historias en torno a esta estación; mitos y costumbres en cuanto al equinoccio otoñal. Esa noche, oculta de misterios y luna menguante, variados pueblos realizaban distintos rituales en honor a la cosecha obtenida, donde se agradecía por la abundancia y la prosperidad. Una de las fiestas más populares en cuanto a la producción de la tierra era el de la vendimia, entre los cuales se encontraban Babilonia, Palestina y Siria, cuyos ritos consistían en sacrificar animales y derramar vino para incitar la prolongación de lluvias en los meses de invierno.

Otras culturas como los druidas, caracterizado por sus práctica paganas, conmemoraban el equinoccio de otoño recogiendo manzanas frescas que juntaban alrededor de los sepultos de sus antepasados como agradecimiento de la cosecha, derramando sidra y vino en los árboles para honrar a la deidad del bosque. En la antigua Grecia, por otro lado, solían comer granadas en favor de la diosa griega Perséfone, quien fue secuestrada por Hades —según la mitología— en otoño. Y en Irlanda armaban figuras con el último haz de espigas que simbolizaban la madre tierra que eran guardados como talismanes en agujeros de árboles hasta el siguiente equinoccio de otoño, momento en que eran incinerados para armar nuevos muñecos hasta el siguiente año (y repetir el mismo proceso). Es así como el otoño guarda esa fragancia mística a lo largo de su historia.

Sus días se acortan, pero son días lindos de vivir. Días de lluvias, días de sol, días de frío y días de calor. Días para salir con los pares y días para disfrutar en la intimidad de la casa. Ese no hacer nada y andar en pijama todo el día.

Así es el otoño. Y aunque es difícil generalizarlo, pues al estar en diferentes lugares y latitudes las vivencias son distintas, sigue siendo el mismo en variados trajes: un momento del año para disfrutar, contemplar, y quizás para andar un poco más nostálgicos que en otros tiempos.

Sin duda, esta estación con tonalidades naranjas tiene lo suyo. Ese algo que lo caracteriza y lo traduce en algo tan peculiar y tan descriptivo, expresado en sólo cinco letras; que viene de visita cada nueve meses, de los cuales tres se queda con nosotros. Y claro está que su paso no deja a nadie indiferente. Pues sus hojas caídas que abrigan la tierra, como cuenta la balada de Serrat, es una manera muy elegante y subversiva de hacer su presencia sentir. Y tanto los árboles como las personas, dan testimonio de aquello.

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