Escribir todo lo que viví en el Amazonas sería totalmente invasivo. Y escribir sólo un poco de lo que pasó allá, sería una falta de respeto. Pero acordé en mandar esta columna una vez que todo acabara y me viera de vuelta en Iquique. No lo hice. No sabía qué escribir. Aún no sé qué es lo que estoy tratando de transmitir. Es angustiante. Enrique Vila-Matas escribió una vez que, el peor fracaso, es no poder reproducir con fidelidad lo que se acaba de pensar o vivir. Pero ahora estoy luchando, porque el que no lucha en la selva -y en cualquier lado- está destinado a aparecer en la portada de la vergüenza y la muerte.

Llegamos a la ciudad de Iquitos, en Perú, luego de ocho días de viaje. Pero antes pasamos por Lima, Chiclayo, Tarapoto, Yurimaguas. Luego tomamos un barco, en el que viajamos dos noches y tres días con un montón de peruanos y turistas. Dormíamos en el segundo piso, un espacio abierto donde cada uno alistaba su hamaca y se mentalizaba a que, por unos días, ése sería tu hogar. Durante la noche había que viajar con lluvia, truenos, frío y viento. A veces el barco perdía el control y chocábamos con la orilla. ¿El culpable? La niebla, que obligaba a apagar motores y luces.

Iquitos es como Iquique”, me dijo un amigo al cumplir una semana en esa ciudad. Es una localidad alejada de todo, justo en medio de la selva. Durante un tiempo, el Departamento de Loreto, en el que Iquitos es uno de sus muchos distritos, quería separarse del Perú y formar una república independiente. Ellos nunca han sido tomados en serio. Los políticos sólo aparecen en la selva antes de las elecciones. En ese instante me acordé de mi ciudad, de El Morro, el Chumbeque, y la ingenua ilusión de desprenderse de las garras del centralismo.

Luego fuimos a parar a un caserio cercano a Iquitos llamado Santa Clara. Zona dominada por hombres y mujeres de la selva de verdad. Ancianos con 80 años y más activos que todos nosotros. Los días son largos y calurosos, las noches son frescas. La gente te saluda, te desea un buen día y te pregunta tu nombre. Te desean el bien y luego siguen su camino hacia el monte, a cazar o a donde sea. Los perros duran un par de años y, cuando la gente muere, no creen que exista un cielo o un infierno, menos un juicio final: simplemente hay un desprendimiento de todo.

Y al final del día, cuando el atardecer es eterno y de colores nunca antes vistos, la ducha es en el Amazonas. Con los patas de la zona bajábamos a disfrutar de un río que desconoce límites y fronteras. La ducha es todo el río amazonas y no existe ni la vergüenza ni la tonta sensación de cuidado extremo. Es la vida misma representada en su máxima plenitud.

No hay más que transmitir. De la selva no hay mucho que escribir, pero bastante que aprender y vivir.

 

 

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