Columnista invitada: Daniela Romero

Han pasado 7 meses y unos pocos días en que dejé de ser la Daniela reventada-repelente-vomítivo-esquizoide y siempre arriba del balón chiquillo. Tiempo más que suficiente para llevar a cabo mi propia transición democrática y elegir desde la nada qué quiero ser.

Obviamente no puedo desligarme de mi pasado en que las noches de alcohol y drogas eran pan da cada día, en que no conocía el amor propio y todo era dispersión y azar. Cada vez que recuerdo aquellos momentos empañados de carencia de valores, de cariños y de lejanía con la realidad, refuerzo la Daniela qué quiero ser.

Es bastante fascinante la sensación de venir de vuelta, y ver cómo en mis 35 años he conocido el lado oscuro de la fuerza: encierro total, accidentes, violencia, sobredósis, angustia, miedo, dolor, alejamiento de mí misma. Siento que si no morí en aquellas noches de paranoia, además de por tener un angel guardián ultra eficiente, fue porque así era mi destino, conocer el lado negro de la vida para luego soplar con la tormenta hacia un descubrimiento de mi ser y de las posibilidades que me ofrece la vida, que por una suerte merecida o no, son muchas, bellas y quizás demasiado satisfactorias.

Camino hacia una profesión, hacia una autonomía, hacia un destino que he decidido forjar, con una gran mochila que son todos mis días vividos, pero veo una luz maravillosa que se acerca día a día. Me encanta ser yo, ni más ni menos, no podría olvidar nada de lo bueno ni lo malo que he hecho, si lo hiciera perdería mi identidad, y es lo que menos quiero perder por estos días.

Aprendí a que la gente puede dudar de mí, tengo un historial que podría avalar desconfianza, pero la maravilla es que no me enrrollo con eso, porque descubrí que la confianza en uno mismo es lo más importante, y siento que ya es parte de cada paso que doy. Podré titubear, podré hacer las cosas no 100% perfectas, pero eso no vale comparado con lo renacida que me siento.

La vida me dio una nueva oportunidad y no la despilfarraré porque huelo demasiado amor, demasiado triunfo y demasiado bienestar, incluso en Iquique: una ciudad que huele a basura.

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