Por Mauricio Villafaña Muñoz

A Michael lo conocí a comienzos de los ochenta. A él le debo uno de mis únicos caprichos de semi adolescente –que yo recuerde-. Era una tarde de invierno en Punta Arenas (sí, la fama del ídolo negro de la voz aguda y el pasito para atrás llegó hasta el fin del mundo), recuerdo a la Julia que con paciencia de mamá corría de zapatería en zapatería buscando los mocasines negros con planta de suela que necesitaba para desplazarme con la misma facilidad que exhibían mis compañeros en los recreos del 8vo en el Salesianos San José. Pero esta vez no se trataba de una disputa de patio. Estaba inscrito en el 1er Festival Michael Jackson que organizaba el Liceo de Hombres.

Eran las cinco, llovía y como estábamos cerca del polo ya se hacía de noche. La cita era a las 20:00. No había tiempo, tampoco zapatos de mi talla, “¡no importa mamá, me los pongo igual!”, le suplicaba haciendo esos pucheros taimados que hoy día no soporto en los cabros chicos. A esa hora el Totocha, mi partner, ya estaba tomado once, peinado y listo esperándome en su casa. Entrando a pelar, el Totocha, que era vecino y compañero de curso, creía que bailaba bien porque tenía personalidad y se la jugaba (ahora él vive en Estados Unidos, ¿habrá conocido a nuestro ídolo?). Yo, en el silencio de mi pieza, ensayaba y estaba seguro que bailaba mejor que todos los del curso; pero no lo podía demostrar porque mis zapatos eran de goma, entonces no me salía el paso emblemático, el control de calidad de todo bailarín a lo Jackson. Pero con calcetines, hasta el poster del mismísimo Michael se arrugaba de pura envidia. Además, yo era (soy) negro, entonces, sin saberlo pero sospechándolo, el Black Power estaba de mi lado.

“Ahí está señora”… le dijo el vendedor a mi madre y le entregó una bolsa con el par de zapatos café, calcetines blancos y un renovador Nugget de color negro. Había que teñirlos, Michael no los usaba café, yo estaba literalmente destiñendo. Haciéndola corta, pesqué una chaqueta roja de mi hermana que yo juraba era igualita a la del maestro; mis pantalones negros que usé cuando a mi papá se le ocurrió llevarme vestido de huaso a las fondas; no recuerdo si usé camisa o polera, pero el toque definitivo se lo daba el guante blanco con lentejuelas que, por supuesto, había cocido mi mamá con paciencia tibetana la noche anterior.

Mochila al hombro y con el Totocha que me esperaba en la puerta de la casa, partimos a tomar la micro… “Te toca”, dijo mi socio… “¡¿caballero, nos lleva?!”, le grité al chofer en un ejercicio casi rutinario. Fuimos solos. Ninguno había invitado a nadie. Puro pudor o pudor puro. Entonces, no habría fotos ni saludos desde y hacia la tribuna; sólo traería como testimonio el trofeo del primer lugar llenando mi pecho.

Llegamos pasado las 20:30 y aún no empezaba, Punta Arenas también es Chile.

En el camarín nos esperaba una cantidad imprecisa de maiqueles australes. Había una mezcla de miradas envidiosas y mucho nerviosismo. Igual éramos todos artistas y eso era ya un logro. El gimnasio estaba llenísimo con barras de todos los liceos. Del nuestro, nadie… “colegio particular”, me explicaba para mis adentros. Saqué mi ropa de la mochila. Y ahí estaban los zapatos cafés negruscos, tan mal teñidos que el maldito Nugget había actuado sobre la camisa y los guantes (lo recordé, era una camisa blanca). Desastre, transpiraba, pensaba en qué haría Jackson si estuviera en mis zapatos. Pero qué digo si los de él eran unos charoles lustrosos inalcanzables.

Los organizadores, que de seguro no habían contado con tal éxito de convocatoria, trataban de ordenar en medio de un caos que ni el temperamento del papá de la estrella de Indiana podría calmar. “¡Ya, estas son las categorías!”, dijo el coordinador: “4to medio acá… tercero allá. Al final los más chicos en una sola categoría”…

Era tarde, entonces decidieron tirar a todos los chicos en simultáneo. No habría competencia, más que la de tratar de lucirse para ganar la mirada de un público que esperaba a los de cuarto. Todos arremolinados chocaban en el centro de la pista. Yo seguía transpirando, tenía una bronca que no me dejó ni siquiera saborear el momento. Para más desgracia, yo había ensayado Billie Jean y tocaron Thriller.

Todo mal. Qué iba a contar en la casa. Los zapatos me torturaban. Si hacía el paso aquel me dolían los pies, si me sacaba la chaqueta se verían las manchas negras y el guante… ya no brillaba como en la noche anterior.

Yo creo que nadie me vio bailar, aunque de verdad casi me acalambro de tanto aletear y sacudir las piernas como péndulo con las rodillas levantadas en un gesto tan… Jackson.

Los zapatos eran café; no negros. Qué torpeza, ahí estuvo el germen del fracaso. Qué lástima venir a cachar 17 años después.

Ahora cuando veo a Michael con su rostro blanco mortecino me da una pena tan grande como sus ganas de no ser él. Entonces, me acuerdo del Totocha, del Nugget y de la lucha contra natura que me llevó al fin de mis días como bailarín. Lo miro y pienso que a lo mejor si le hubiese contado esta historia, Michael no habría muerto. Porque yo creo que él murió cuando dejó de ser negro.

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