Mucho se ha escrito y leído de Walter Benjamin, y no es casualidad que pequeñas y medianas editoriales estén publicando todo lo que tenga que ver con el filósofo alemán. Es que Walter Benjamin está sobre la palestra. De eso, el interés masivo por el intelectual, no quepa duda alguna. Y es bueno lo anterior, considerando que Jacques Derrida, Slavoj Žižek, Michel Foucault y hasta Jacques Lacan (que llegó a tener un programa de televisión, en Francia) son autores habituales en las estanterías centrales de las librerías, y ya no se limitan a descansar en las recónditas y oscuras secciones de filosofía (siempre lejanas, siempre arrinconadas).

Entre todo lo que se está publicando de Walter Benjamin, la divulgación de una parte de sus diarios es fundamental. La obra de un autor es solamente una pequeña parte si la comparamos con el día a día que eterniza en sus libretas personales o en sus cartas. Aún recuerdo los diarios de Rainer María Rilke o los de Franz Kafka, o la correspondencia de Marcel Proust con su madre (las lecturas a dúo, las traducciones a Ruskin, la enfermedad y la muerte) en los que se transparenta la persona como tal, con sus pesadillas y sus debilidades más profundas; y en esto, el autor alemán no es la excepción. En Diario de Moscú, obra publicada por Ediciones Godot, Benjamin narra su paso por la capital rusa desde diciembre de 1926 a febrero de 1927. El filósofo explica, con literatura ágil y accesible, sus recorridos a pie por la Tverskaya junto a su amigo (y enemigo a la vez) Bernhard Reich, su fascinación por los juguetes, los museos y las cafeterías.

Benjamin observaba su entorno con gran facilidad, como sólo los grandes viajeros lo lograban hacer. En su Diario de Moscú se visualiza, también, su crítica social inagotable, destacando a los niños descalzos caminando entre las ferias, los hombres que luchan contra las gélidas noches alrededor del Kremlin, o incluso, su crítica contra la forma de escribir en Moscú, y comparándola, a la vez, con la manera de escribir en Alemania. Imposible olvidar la relación de Walter con Asja Lacis, una actriz inestable, que un día podía desear a Walter y caminar con él por Moscú, y al otro día, no querer verlo por varios días y preferir a Reich. En la correspondencia de Walter desde Capri, el filósofo se refería a Asja como «una revolucionaria rusa de Riga, una de las mujeres más extraordinarias que he conocido«.

Por sobre esta relación enfermiza, con un Walter Benjamín sumido en la duda si integrar o no el Partido Comunista, y si quedarse o no con Asja en Moscú, lo destacable es su incesante fascinación por el arte y la crítica, describiendo la arquitectura de los museos y reseñando obras de teatro, y, cómo no, su antifascismo sometido a toda prueba. El intelectual, que fue de suma importancia en política, en Derecho y en literatura (sus ensayos sobre Goethe, Karl Kraus o Charles Baudelaire hablan por sí solos), sólo demuestran la categoría de uno de los autores más importantes del siglo XX. Tras su breve paso por Moscú, Walter aún tendría tiempo para expandir su categoría, pero sin lugares fijos. Su estado de nómada por naturaleza fue algo que no abandonó nunca, y apeló a él incluso en las peores circunstancias. Con la Segunda Guerra Mundial en pleno auge, Walter (de naturaleza judía) atravesó la frontera franco-española para viajar a Estados Unidos, pero al verse detenido, se suicida tras ingerir una dosis letal de morfina. Un fin no merecido, quizás, pero tan sobresaliente como la figura del autor.

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