En un principio me quedé con el cuaderno en la mano sin saber qué escribir. Pero no le di el gusto al tiempo, ya que a un costado, donde las antigüedades se venden como si nada, las personas caminan apresuradamente mientras los niños intentan jugar entre ellos. Es Plaza Prat, el lugar donde los viejos se sientan en las bancas de maderas y donde los ejecutivos realizan importantes llamadas. El lugar donde la cultura la cambiaron por lugares cargados de dinero y celulares de última moda. Lo hermoso de una plaza se perdió: los niños ya no juegan como antes, las parejas ya no se aman y los viejos no aguantan vivir en esta tierra tan contraria a ellos.
Como un cachorro de esos que apenas abren los ojos, me tendí bajo los pies del gran reloj blanco. A mi lado, pasó una mujer alta, de piel blanca y llevaba su pelo suelto que jugueteaba con su rostro. Tenía su cabello tan claro como el alba, un chaleco rojo que le llegaba más allá de su cintura y una sonrisa que era decorada por sus labios rozados. Entre sus brazos, portaba sus cuadernos como cualquier quinceañera. La miro y me regresa una sonrisa y un saludo con su mano. Se va a paso rápido sin decir nada y se pierde entre la multitud. Pero antes que se perdiera, un hombre pasa frente a ella. Me mira mientras escribo y aspira su cigarro. Levanta su mirada y me hace un gesto con sus cejas. Se despide con su espalda frente a mí y arroja su triste cigarro.
Al rato, una niña y un niño pasan mientras el agua se levanta a sus lados. El niño la abraza y la pequeña apenas contiene el peso del muchacho. Recorren el camino una y otra vez y se van rápidamente: se prometieron cuidarse el uno y al otro como dos hermanitos. Pero Plaza Prat ha sido testigo de muchas otras cosas que no relato en mi humilde crónica y, además, ha visto hechos que ni siquiera nos imaginamos. Ella fue amiga fiel de nuestro crecimiento físico y moral. Mil veces ignorada y mil veces aplaudida, ella ha seguido en su lugar como una fiel guardaespaldas. La ciudad puede arder o puede ahogarse junto al mar, pero ella seguirá ahí, como una novia con gran ilusión.
¡Amigos, yo les digo que no hay lugar más agobiante que éste! Los años ya no quieren pasar sobre la plaza, porque con sólo hacerlo, matarían aún más su antigua belleza. Pero los días pasan, el hombre avanza a grandes pasos y con esto vamos matando la plaza que todas las mañanas se viste de blanco. Pero la mujer con su pelo claro ya se fue. El hombre con su cigarro se fumaron, y los niños se fueron abrazados. Los ejecutivos siguen caminando rápidamente y los viejos no dan más por la pena. Esta tierra, que cariñosamente llamamos Iquique, llora por cómo ignoramos a una de sus hijas ilustres: ella es la Plaza Prat y su vestidura blanca.
Los comentarios están cerrados.