Twitter autor: @Ballpointblue

Todos tenemos ese grupo de amigos con los que nos hemos dejado de juntar. Aquellos que compartimos en un momento determinado y que, por los azares de la vida, terminamos en otro completamente diferente. Y no precisamente por algún incidente desabrido o bochornoso, sólo que, por distintas razones, nos fuimos enfocando en nuevos horizontes, asuntos e intereses en nuestro agitado y tan cambiante modo de vivir. Tenemos conciencia de que con ellos la simpatía aún está, pero no nos hemos molestado en retomar esas largas conversaciones o juergas en años. A ese grupo de amigos me refiero en esta oportunidad.

Esa noche de sábado me encontraba solo. Todos mis amigos se hallaban ocupados, estudiando o fuera de la ciudad. Me aburría de manera agazapada en mi departamento, resignado a ver una mala película y ordenar algo de comer; junto a la apremiante necesidad de salir.

Fue ahí cuando a medio metro y con un simple desplazamiento de mano, se encontraba mi teléfono inmóvil y sin ánimos de sonar. Lo tomé reflexivo, mientras buscaba algún estreno online en Internet. Me puse a indagar en la agenda telefónica como quien sale a dar un paseo, para ver a quién te encuentras por ahí, con ansias de sorpresa. En esa búsqueda te das cuenta que ya ni recuerdas a los que tienes agendado y si sus respectivos números siguen vigente en la actualidad. Me percaté que sólo ocupaba el 10% de todos mis contactos, al igual que Facebook. Tenía números del año de la pera, otros que desconocía el nombre de pila y esos que nunca iba a ocupar.

De pronto, ahí estaban, algo empolvados y con olor a olvido. Unos viejos amigos que compartí en los primeros años de universidad, cuando éramos todavía unos chiquillos desordenados y sin tanta claridad en la vida; con un desafío que se nos venía por delante: empezar una carrera universitaria. Me pregunté qué estarían haciendo en estos -y seguramente entretenidos- momentos. Sin dar más vueltas, y sabiendo que les parecería extraña mi llamada, oprimí send.

Después de todo, no tenía otra cosa mejor que hacer. Y con la misma rapidez con que apreté la pantalla, no hubo inconvenientes de que los fuera a ver. Fue así como rápidamente me alisté y salí al encuentro. Por fortuna mi sábado aún no había caducado y, por si fuera poco, reanimaría aquellos lazos algo desgastados por el tiempo. Sólo que tendría que averiguar cuán desgastados estaban.

Con los años las personas cambian, es verdad. No obstante, me llevé una grata sorpresa: seguían siendo los mismos, pero con sutiles diferencias (como todos). Y a pesar que ya no teníamos tantas cosas en común, ¡qué más daba! Las risas estaban tan eufóricas como antes, los vaso cargados a tope, de fondo la buena música y de cerca las entrañables conversaciones de antaño, razón suficiente como para planear una próxima -bien informal e improvisada- reunión de viejos camaradas. Esa noche supe que sacaría más a menudo tres números al tecleo corriente. Evidentemente esto no significaba volver a ser los mismos amigos de antes, pero me conformaba con que siguieran allí.

Fue en mi regreso, cuando entendí algo:

Retomar antiguos lazos de amistad es como volver a viajar a ese destino turístico que ya conocías, pero mucho mejor: porque descubres que todavía habían lugares que no conocías, que extrañabas estar ahí y que siempre hay que volver por esas postales y recuerdos perdidos de tu desordenada colección; con una más clara orientación y un equipamiento distinto a esa precaria mochila con la que fuiste la primera vez.

Y así sin más, de viejas pasaron a ser ahora relucientes y renovadas amistades. De esas que estarán cada vez que tome el teléfono y quiera compartir recuerdos de antaño, otra vez.

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